Pero la noche del viernes no estaba tan seguro. Así que después de trabajar pasé a ver qué onda.
Encontré el Zócalo capitalino hermoso. Iluminado a más no poder. Apuesto a que en ese escudo usaron como 2386 focos. Cuéntenlos. Estaba repleto de gente que en general se veía contenta, llevado a sus familias o en grupos de amigos. Puestos de antojitos los había de todas clases –debo confesar que me comí un hot cake, luego un tamal verde y finalmente un esquite! Solo de ver se antojaba todo. A los tacos nos les entré porque de plano ya hubiera sido mucho.
Caminé por toda la plancha. Escuchando. Sacando fotos desde aquí y desde allá. Poniendo atención a todo lo que miraba. Sí. Esa era una rueda de la fortuna. Hubiera sido genial tomar fotos desde ahí arriba pero escuche a alguien del staff decir que la cola tardaba dos horas en llegar. También había un carrusel. Y una banda tocando danzones.
¿Ya dije que me estaba sintiendo agripado?
Una muchacha le dijo al chavo con quien iba:
-Ten güey… Acábate mi tamal.
Él le mete la cuchara y comienza a masticar.
-Es que no me gustó. Sabe raro –le dice ella entonces.
Sigo caminando con una sonrisa de oreja a oreja.
Al rato se me desdibuja un poco pues por algunos altavoces comienzan a describir a un niño de ocho años que se ha perdido y que su mamá está esperando junto al hasta bandera. Más allá una señora vende cornetas de papel y huevos con confeti sentada en el piso… En eso se le acerca un niño como de siete años; no alcanzo a ver bien que es lo que lleva en las manos, pero oigo que le dice:
-Si mamá. Ya vendí seis. No, vamos a quedarnos otro rato. Vas a ver que vendemos más. Apenas son las diez.
Noto que el plástico de la señora en el suelo está casi lleno. El niño abraza a la señora por el cuello, la da un beso y se va solo. Los ojos se me nublan un poco. Me digo a mi mismo que es que necesito un coctel de paracetamol y fenilefrina.